martes, 11 de enero de 2011

La Memoria y el Martes

Con esta entrada, damos comienzo a la presentación de documentos sobre la Tertulia.
Aquí reproducimos las breves memorias que el poeta Rafael Montesinos escribió, en 1993, sobre la Tertulia.











Rafael Montesinos


                                  La memoria y el martes
(En 40 años de la Tertulia Literaria Hispanoamericana.
Madrid. Instituto de Cooperación Iberoamericana. 1993)








Este trabajo mío, que lleva por título el de un imaginado libro que acaso un día no escriba, trata de conmemorar el cuadragésimo aniversario del Aula de la Tertulia Literaria Hispanoamericana, algo así como un homenaje a todos y cada uno de los poetas que durante estos últimos cuarenta años intervinieron desinteresadamente en nuestras sesiones, porque sin todos y cada uno de ellos yo no hubiera podido dar ni un solo paso. Por mi parte, únicamente puse constancia andaluza, paciencia china y una manera especial de torear las circunstancias adversas. Aunque cada martes trajo su afán, lo cierto es que abundaron los momentos de tranquilidad y hasta de alegría. De nubes y tormentas hablaré también aquí, porque hubo momentos en que la Tertulia se bamboleó. De pequeñas ambiciones, envidias y miserias no puedo hablar, ya que soy incapaz de recordarlas.

Al notar que los años se me echan encima y que el tiempo me había alcanzado –como dice Cernuda- veía acercarse los cuarenta años del Aula de la Tertulia Literaria Hispanoamericana. Y lo veía con temor, pues se rumoreaban cócteles, homenajes y todas esas cosas que me ponen tan nervioso. Hablé de todo ello con el poeta Julián Soriano, Jefe de Actividades Culturales del Instituto, que, ante mi sorpresa, me transmitió el encargo del ICI para que yo escribiera estas páginas. Julián apareció por la Tertulia a mediados del trigésimo noveno curso. Le creí un nuevo contertulio. Se sentaba en sitios discretos y observaba todo con mucha atención. Nunca logré hablar con él, porque desaparecía siempre con los últimos aplausos. Sólo al final del curso se dio a conocer. Me entregó sus versos y le invité a leer en la Tertulia; pero se negó.


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No recuerdo cómo era aquel domingo 9 de noviembre de 1952. Además, no importa. En el recuerdo siempre hace buen tiempo. Aquella tarde había quedado yo citado con un amigo en el Instituto de Cultura Hispánica y me dirigí al número 3 de la calle Marqués de Riscal, piso 3º. No había ascensor. Hoy me hubiera parecido horrible, pero el recuerdo sube y baja de dos en dos aquellos escalones. Todo era enorme y silencioso. En el rincón donde siempre había estado la mesa de Leopoldo Panero, había una butaca. Yo no sabía que en aquel momento me encontraba en la Asociación Cultural Iberoamericana e ignoraba que el Instituto se había trasladado, hacía ya más de un año, a su actual edificio de la Ciudad Universitaria. Oí rumor de voces tras una puerta; llamé y la entreabrí. Una voz potente y dominante salió de ella: “Entre usted, poeta Montesinos. Acabamos de fundar la Tertulia Literaria Hispanoamericana. ¿Acepta usted el cargo de asesor?” Quien así hablaba era el poeta dominicano Antonio Fernández Spencer, presidente de la recién fundada Tertulia, y al que ya rondaba el premio Adonais de aquel año. Era un trabajador incansable, con un entusiasmo que nos contagió a todos. Mi compañero asesor era mi viejo amigo José Manuel Caballero Bonald. La secretaría la ostentaba el crítico español Ángel Valbuena Briones, que, mediado el primer trimestre, tuvo que abandonar Madrid. Fue entonces cuando, por indicación de Fernández Spencer, ocupé el cargo vacante. El inolvidable poeta nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez, que era el editor del grupo, estaba a cargo de la revista La Tertulia, de la que se publicaron cuatro números, hoy inencontrables, y en la que están representados fielmente los dos primeros cursos. Todo corrió a su cargo: el editorial, las crónicas y la reproducción de los textos de las presentaciones, los poemas y las prosas. Ernesto quiso darle un cierto aire decimonónico a la cubierta. Como motivo central aparecía el grabado de una planta que él había encontrado en El Rastro, y que indudablemente había sido arrancado de un antiguo libro de botánica. Cuando llevábamos publicados dos números de la revista, el inolvidable Antonio Rodríguez Moñino nos dijo que aquel grabado era una fiel reproducción de la cicuta. Ernesto se acharó un poco; pero unos años después adoptaría yo la cicuta como símbolo de la Tertulia.

Recuerdo con nostalgia aquel primer curso de la Tertulia Literaria Hispanoamericana. Trabajamos con entusiasmo, enfrentándonos abiertamente a las dificultades que se presentaban. Éramos dos centroamericanos y dos andaluces; una verdadera carrera de Indias.

Aunque la Tertulia era “literaria”, siempre abundaron más los poetas que los prosistas. La primera sesión (entonces no se numeraban) estuvo a cargo del escritor argentino Óscar E. Tacca, que nos leyó su cuento Larga distancia. Le siguió Rafael Morales con su libro inédito Canción sobre el asfalto, y a continuación Eduardo Cote Lamus, Leopoldo de Luis, Pilar Paz Pasamar y el poeta Peruano Leopoldo Chariarse. Así terminó aquel año 1952.


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El vino, como un rito bien entendido, no como un desmadre, siempre se tomó al final de cada sesión de la Tertulia. Hasta figura en el editorial de nuestra revista: “El comentario de unas páginas críticas juntan los espíritus en apretada cordialidad, y unas copas de vino dan calor y soltura a la opinión.” Los primeros vinos de la Tertulia se tomaban en uno de los salones de la Asociación; después, en el tercer piso del Instituto. Más tarde, durante los sesenta, en el Quinto toro, una taberna del barrio de Argüelles, ya desaparecida. En el segundo piso, “El Málaga” nos servía dos o tres frascas de vino y unas aceitunas. Después, fuimos pasando por sitios más elegantes. Sin embargo, para mí, el verdadero vino de la Tertulia fue el que nos sirvió Ricardo (el barman de Marqués de Riscal) y aquel otro que nos subía, bandeja en alto y canturreando por malagueñas, aquel alegre camarero del Quinto toro.


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En el invierno de 1954, al hacerme cargo del tercer curso de la Tertulia Literaria Hispanoamericana (como explicaré más adelante), no tenía idea de los trabajos, preocupaciones, alegrías y disgustos que se me venía encima. Falto de presupuesto para continuar la revista, desistí de ella; pero me prometí ser exigente en la selección de los poetas, prestar atención a los jóvenes y no utilizar la Tertulia en beneficio propio; es decir, no leer jamás en ella. Cosa que hubiera sido lícita, puesto que el director de una revista publica en sus páginas (en realidad, todos los fundadores de la Tertulia leímos en ella durante el primer curso). Lo que sucede es que a mí siempre me ha dado vergüenza leer mis versos en público. ¿De dónde, pues, esa vocación mía, ese empeño en que los demás pasen por tal tortura? Sin embargo, algunos –muy pocos- me dijeron: “No; no, por favor, leer en público, no.” Otros, vencen esa vergüenza. Pero la mayoría disfruta leyendo, lo cual me parece muy lógico. Bromas o pretextos aparte, el hecho de prohibirme a mí mismo el uso directo de la Tertulia, reforzaba mi rigor en la elección de nombres. Aquella decisión mía, llevada a rajatabla desde hace treinta y ocho años, creo que logró el resultado que yo quería. En la mayoría de los casos, acerté con los poetas jóvenes o inéditos. Crecieron en obra y en buen hacer, y hasta se les ve crecer en mi archivo fotográfico. De todas esas imágenes, la que más me apena es la del novelista José María Sanjuán: está de medio perfil, leyendo, con cara de niño triste que quizá presiente su muerte prematura.


Cuando comenzamos en 1952 y cuando continué yo solo en 1954, vivían en España parte de los poetas del grupo del 27, muchos del 36, toda la primera promoción de posguerra –a excepción de José Luis Hidalgo- y los primeros de la promoción del 50. Los demás –este variado y valioso presente- estaban por venir. Además, la colonia de poetas hispanoamericanos en Madrid era muy numerosa. Entre ellos, el que más tiempo estuvo entre nosotros fue el inolvidable Eduardo Carranza (“salvo mi corazón, todo está bien”); pero nunca faltaron poetas hispanoamericanos en Madrid. Nombrarlos a todos sería materialmente imposible. Sin embargo, digamos que Jorge Luis Borges estuvo con nosotros y lo mismo ocurrió con Augusto Roa Bastos, que algunos años después de leer en el Aula, volvió en olor de multitud minoritaria al Instituto de Cooperación Iberoamericana, que muy justamente le organizó una de sus Semanas de autor. Pero la primera vez que vino, sólo estábamos Marisa y yo esperándole en Barajas.

Como ya he dicho, en la Tertulia Literaria Hispanoamericana abundaron más los poetas que los prosistas. Sin embargo, algunos de los novelistas más importantes también estuvieron presentes en el Aula. Para comprobar lo que digo, basta con echarle un vistazo al índice onomástico que figura en esta publicación. Si faltan algunos es porque nunca dispuse del presupuesto necesario para poder pagar desplazamientos y estancias.

La Tertulia no es más que un reflejo de lo que fueron estos cuarenta años de poesía en España. Muchos poetas nacieron y crecieron en ella; pero no es sólo una Tertulia nostálgica, sino también esperanzada; un Aula que mientras viva tendrá siempre nostalgia del porvenir. Me mantuve imparcial ante modas y tendencias. Sólo pedí un mínimo de calidad. Como es lógico, algunos “crecieron” más que otros. Pero a ninguno de ellos les negué una nueva lectura. Eso sí, procuré ser fiel a mí mismo, siendo fiel a los demás. Si hubo “olvidos” por mi parte, fue más bien por falta de conexión que por otro motivo.

Si me preguntaran ahora quién fue el poeta eternamente joven que con más ilusión y asiduidad acudió al Aula, no dudaría en contestar: Gerardo Diego. Siempre habrá una silla –sobre la tarima o entre el público- que le echará de menos. Nunca olvidaré la fecha de su primera lectura en la Tertulia: 21 de febrero de 1953. Leyó su libro Amor solo –entonces inédito- y después me presentó a Marisa –amor acompañado-, que se quedó en la Tertulia para siempre. En cierto coloquio le preguntaron unos poetas jóvenes: “Don Gerardo, ¿usted cree que nosotros tenemos influencias suyas?” Y Gerardo contestó: “Sí, y yo de vosotros.” Magnífica Poética, pues todos somos una suma de herencias, experiencias y lecturas. Lo de la voz propia es otra cosa; pero la verdad es que ni Garcilaso ni Bécquer –dos poetas que abrieron época- se pudieron librar de lo heredado.


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La larga historia de la Tertulia no fue siempre feliz; en cuarenta años pasan muchas cosas. Al iniciarse el tercer curso, yo me había quedado solo en la Tertulia, y la Asociación Cultural Iberoamericana decidió suprimirla. Me comprometí a llevarla en soledad. Me dijeron “Bueno, tú verás lo que haces. Te va a durar tres semanas.” Cambié el título de presidente por el de director, y me puse a trabajar. Los cursos III y IV funcionaron a la perfección, gracias a la ayuda desinteresada de todos los poetas y escritores que colaboraron conmigo. Pero en el cuarto curso se produjo un apeo de viga en el salón de actos, lo cual imposibilitaba que la Tertulia siguiese celebrándose allí. Yo quería trasladar el Aula al Instituto de Cultura Hispánica, con cuyos directivos había mantenido conversaciones; pero la Asociación se negó, asegurándome que la Tertulia perdería su autonomía –rara palabra entonces- y que yo actuaría al dictado del Instituto, profecía que jamás se cumplió.


Comenzó entonces un penoso peregrinar. El V curso lo abrimos en cierto círculo cultural. Sólo tuvo una sesión, la inaugural, que estuvo a cargo de Vicente Aleixandre. El VI lo inauguramos en cierta casa regional de cuyo nombre no quiero acordarme. Al mes y medio de estar allí, una tarde en que nos hablaba Wenceslao Fernández Flórez, un “socio” abrió la puerta del aula y lanzó un maullido aterrador. Dolores Medio casi se desmayó, y don Wenceslao, que era un hombre muy tímido, quedó anonadado.

Después de aquel “Miau”, que no era precisamente el de Galdós, me trasladé “por las buenas” al Instituto de Cultura Hispánica. Fue en diciembre de 1958. Colaboraron conmigo en aquel traslado mis amigos López Cepero y Armando Puente; este último, Secretario de la Asociación Cultural Iberoamericana. El Instituto de Cultura Hispánica nos hizo un recibo de los muebles y enseres entregados, que conservo en mi poder. Nos instalaron en el Aula del tercer piso, que pasó por diferentes nombres hasta quedarse simplemente en “Aula”. Allí permanecimos durante veintidós años, y en ella se dieron a conocer los poetas de las décadas de los 60 y 70. Luis López Anglada y yo hicimos el cómputo de las sesiones celebradas hasta aquel momento, y esperé a que se convocase la 250ª sesión para empezar a numerar. Se celebró el martes 20 de enero de 1959. La cicuta ya aparecía como símbolo de la Tertulia.

No quiero mirar hacia atrás, hacia aquellos jóvenes poetas, muchos de ellos con una obra ya valiosa, y no lo hago porque la Tertulia Literaria Hispanoamericana no puede permitirse nostalgias, sino la esperanza de los nuevos poetas que empiezan, que está empezando ya con la última década del siglo.


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En el verano de 1960, durante los meses de julio y agosto, celebramos en Cádiz el I Curso de Verano de la Tertulia Literaria Hispanoamericana. Disponía sólo de seis mil pesetas que me habían dado en el Instituto, pero me las ingenié para que aquello funcionase. El Colegio Mayor Beato Diego José de Cádiz me ofreció tres habitaciones dobles, con pensión completa, para los invitados. Necesitaba un secretario y pensé en el joven poeta gaditano José Manuel García Gómez, que actuó con esa gran diligencia y constancia que también se da en el Sur.

José María Pemán me anunció la llegada inminente de Jean Cocteau y me propuso que la Tertulia le ofreciese un homenaje de los poetas andaluces. El acto se celebró en un gran jardín. Allí intervino todo el mundo. En el acto había muchas francesas becadas por la Universidad, que rodeaban al maestro. Al final del homenaje, Marisa entregó a Cocteau una antigua e inmensa caracola que, naturalmente, compró Pemán.

Eran años difíciles, pero felices a pesar de todo. Jean Cocteau me llenó de dibujos. Yo, que acababa de entregarle mi tarjeta, le pregunté por Manuel Machado, y él escribió al dorso: “et Seville.” Siempre son poetas franceses o ingleses los que nos devuelven a nuestros poetas, aunque para mí Manuel Machado nunca se ha ido.

Y sigamos con homenajes. Un día, con el pretexto de una excursión a El Puerto de Santa María, nos fuimos a la Arboleda Perdida, y allí sentados sobre la misma tierra que pisó el niño Rafael Alberti, le hicimos un homenaje. Unos, dedicamos poemas al desterrado; otros, leyeron canciones y poemas suyos, y todos los allí congregados pensábamos que el gran poeta andaluz recibiría el homenaje en la otra orilla del Atlántico. No sé si las aguas le llevaron nuestro agasajo; pero, por si acaso, al día siguiente le escribí una carta. Ya en Madrid, al redactar el programa del curso de verano, me pareció muy provocativa la palabra “homenaje”. Así que, aprovechando el título de un magnífico libro del poeta, escribí: “Primer retorno de Rafael Alberti.” El remedio fue peor que la enfermedad, porque la policía sevillana se alborotó y, sintiéndose burlada, quiso averiguar cómo se las había arreglado el señor Alberti para desembarcar en Cádiz y darse un garbeo por el Puerto de Santa María. Manuel Mantero, que intervino en el homenaje, fue el interrogado; pero yo no me enteré hasta muchos años después.


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¿Satisfacciones? Muchísimas. ¿Disgustos? Muchos. ¿Sustos? Algunos. Sobre todo, el de febrero del 56, del que hablaré más adelante. Ocupémonos ahora de aquel pésimo poeta, del que olvidado hasta el nombre y al que Dios tenga en su Gloria, porque en otra no puede estar. Se sentaba siempre en primera fila, esperando que le “contratase”, lo cual era imposible. Un día, intervino en un coloquio, empleando una fraseología seudoimperial, pasada ya de moda, y hubo cachondeo entre los asistentes. Aquel sujeto, con numerosos amigos entre los procuradores en Cortes, removió su rencor de tal manera que en el Instituto de Cultura Hispánica se recibieron setenta telegramas censurando que allí se patrocinase una tertulia roja. En otras circunstancias, aquello hubiese significado el final de tantas ilusiones y esfuerzos. Pero no contaron con la entereza de Gregorio Marañón, entonces director del Instituto, que estaba muy al tanto de la labor de la Tertulia, a la que siempre apoyó con su heredado talante liberal, y que respondió a los setenta telegramas, afirmando que en su instituto no existía ninguna tertulia de ese color. Todo esto sucedió a mediados de diciembre de 1964, y en aquellos días tuve la ayuda constante de Luis Rosales.


La ejemplar transición política de España supuso para nosotros un gran respiro, y dejamos de jugar a descubrir quién era el policía entre los asistentes. Confieso sinceramente que algunas veces sentí temor ante ciertos poemas que criticaban abiertamente la falta de libertad. Pero nadie se rebullía en su asiento. Cuando llegó el momento de la democracia, todo el mundo se puso como loco a convocar homenajes a los poetas “prohibidos”. Sin embargo, la Tertulia no tuvo que cambiar el paso, pues esos homenajes los había celebrado ella hacía ya muchos años, y en su momento preciso. Los nombres de los poetas están en el recuerdo de muchos, y las tarjetas han quedado impresas para siempre. Y ahora que ha pasado todo, quiero aclarar algo; aquello lo hice porque admiraba profundamente la obra de ciertos poetas, no por llevar la contraria. No soy ningún héroe. Ya he dicho que algunas veces sentí temor; pero mi subconsciente no admitía que aquellos poetas (Lorca, Alberti, Antonio Machado, Miguel Hernández, etc.) fuesen tan odiados por cierta gente.

Yo tenía el privilegio (y, al mismo tiempo, la grave responsabilidad) de no someter a censura ninguno de mis programas, ya que la Tertulia celebraba sus sesiones en un centro oficial. Mis “tropelías” eran hechos consumados. Pero en uno de los últimos estados de excepción del antiguo régimen, me comunicaron en el Instituto la obligatoriedad de someter a censura la lista de los poetas que iban a leer en el Aula. Le pedí al director de Asistencia Universitaria, Pablo Marco, que me acompañase a la comisaría de Leganitos. Pablo, muy partidario de la Tertulia, era un hombre tranquilo y sumamente educado. Superviviente del tabaco de picadura, liaba sus cigarrillos con parsimonia, los encendía y, a pesar de su carácter afable, echaba chispas por todas partes. Y a punto estuvo de echarlas en la comisaría.

El despacho era más bien lóbrego, algo torquemadesco: una vulgar mesa de despacho de estilo indefinido y dos sillas enfrente. Al cabo de un rato entró alguien, a quien entregamos la lista de nombres. Comenzó a leerla con mucha atención. De pronto, frunció el ceño y nos dijo enérgicamente:
-De este Antonio Hernández, nada; pero es que nada.
Pablo Marco se removió en su silla, y ya iba a replicarle al policía cuando me adelanté yo, pues consideré peligroso hacerle notar que se había equivocado lamentablemente y que su energía había sido empleada en vano.
-De acuerdo. No daremos nada de Hernández –le contesté.
El policía siguió leyendo la lista. Volvió a fruncir el ceño, nos miró fijamente y dijo:
-Esto de La Araucana no me suena nada bien.
Aquello era ya demasiado. A mí no me chafaba nadie el cuarto centenario del poema de Ercilla. Comprendí inmediatamente que el artículo femenino le había confundido. Creyó que la supuesta señora era una revolucionaria hispanoamericana equivalente a La Pasionaria de España. Así que abrí mi cartera y le entregué un ejemplar del poema de Ercilla. Leyó la solapa, hojeó el libro y me lo devolvió:
-No; no era lo que yo creía.
No recuerdo bien si después existió otro estado de excepción –creo que sí-, pero no volví a pasar por censura alguna.

Nunca le faltaron simpatizantes a la Tertulia entre los directivos, funcionarios y subalternos del Instituto. Todos están en mi memoria; pero recuerdo especialmente a ni inolvidable amigo Matías Seguí, que durante años y años apoyó no sólo a la Tertulia, sino también a las Aulas de cine y fotografía que fundé y dirigí durante algunos años en el Instituto. Y las apoyó de una manera decisiva.

(Fue un paréntesis de unos cinco años –durante los sesenta-, llenos de fervor y en los que trabajé intensamente sólo por amor al (séptimo) arte. El Cineclub 8 proyectó más de doscientas películas en el salón de actos del Instituto. Actuábamos con dos proyectores y una gran pantalla reflectante, y demostramos la gran calidad de imagen y sonido que se podía obtener con el más pequeño de los formatos cinematográficos. Fundé a continuación el Aula de Cinematografía Vocacional, en la que intervinieron los más famosos directores del cine español actual, entonces recién salidos de la Escuela de Cinematografía. En estas sesiones se proyectó un ciclo de películas de 16 milímetros, que bauticé con el nombre de Doctorado en Cine. Allí se dieron a conocer los “cortos” que los futuros directores tenía que entregar a la Escuela, antes de recibir el título. Todas las películas contaban una historia (no había documentales), y algunas de ellas eran verdaderas obras maestras. Y, por último, fundé el Aula Fotográfica de Madrid, que organizó durante varios cursos una exposición mensual. Recibí una gran ayuda de Gerardo Vielba, Presidente de la Real Sociedad Fotográfica, así como de los distintos grupos catalanes, tan valiosos en la fotografía amateur, y del pintor José María Carnero, sobrino mío, que heredó mi afición a la fotografía. Existen catálogos de aquellas espléndidas exposiciones. El Cineclub 8 lo fundé en solitario; pero enseguida se unió a mí el doctor Miguel Llopis, que significó una gran ayuda por su experiencia como cineasta amateur y también como médico, pues me diagnosticó y curó una disquinesia biliar, causa de las frecuentes hemicráneas que yo padecía entonces. Pronto se unió a nosotros Luis Masjuán con sus divertidas películas. Masjuán, que también era médico, me llevó a su clínica y me hizo (¿cómo no?) una película sonora del estómago. En cuanto al Aula de Cinematografía Vocacional, tuve un gran colaborador en el poeta y director de cine Julián Marcos. Fueron varios años de gran pasión por el cine y la fotografía, que atrajo un público muy numeroso. Pero Marisa, temiendo que yo me dispersara –y atenta siempre a la Tertulia-, me advirtió que ya que trabajaba por amor al Arte, al menos que me dedicara al primero, no al séptimo. Vi que tenía razón, y centré de nuevo toda atención en la poesía, a la que nunca había abandonado.)

De cualquier modo, no considero perdidos aquellos años, pues no hice más que guardar fidelidad a mis dos primeras aficiones: la fotografía y el cine, que nacieron en mí casi simultáneamente con aquella AGFA de fuelle que me regaló mi padre cuando yo tenía diez años y aquel Pathé-Baby que vino poco después. La poesía era entonces inexpresable para mí; la sentía pero no sabía que era. El verso llegó diez años después, torpemente. Lo trajo el dolor, esa “última forma de amar”, que decía Pedro Salinas. El aprendizaje de las palabras fue mucho más duro que el de la imagen.


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Madrid no era entonces capital de la cultura europea, pero nunca le faltó durante cuarenta años consecutivos un aula de literatura española, hispanoamericana y, en algunos casos, europea (Jean Cocteau, Edmond Vadercammen, Walter Starkie, Charles David Ley, Angélica Becker, etc.). Llegado el momento de la célebre capitalidad, el Aula Literaria, que nunca pidió nada y que agradece lo que recibe –lo necesario para seguir adelante- no ha querido recordarle a Madrid que ya existíamos nosotros cuando ella era la capital de la censura occidental europea. Sin embargo, hoy nos honra haber tenido entre nuestros colaboradores a Enrique Tierno Galván. Sólo este nombre compensa el otro olvido. No obstante, alguien, en su largo artículo “Lo culto”, publicado en la revista oficial La Capital, inicia su trabajo con la Tertulia Literaria Hispanoamericana, a la que califica como “la de más solera y prestigio de Madrid”, al tiempo que elogia el patrocinio del Instituto de Cooperación Iberoamericana (1).

(1) Antonio Hernández: Lo culto, en La Capital, revista publicada por el consorcio Madrid 92, nº 5, mayo 1992, pp.51-63.

Dicho sea en honor a la verdad, el Instituto no ejerció presión política alguna sobre la Tertulia. Así, pudimos celebrar libremente nuestros homenajes a ciertos poetas. Los ataques vinieron siempre del exterior. Hubo dos casos especialmente peligrosos. De uno de ellos ya he hablado, pero el de febrero de 1956 iba dirigido personalmente contra mí. Elementos de cierta organización me acusaron de ser amigo de Dionisio Ridruejo y me “invitaron” a suspender inmediatamente las actividades de la Tertulia. Esta siguió funcionando en el cuarto salón de la casa (estábamos todavía en Marqués de Riscal), hasta que las cosas fueron sosegándose. Fue en aquellos días cuando Luis Jiménez Martos llegó a Madrid y le extrañó el oscuro aire de catacumba que tenía la Tertulia. “¿Esto es siempre así?”, me preguntó intrigadísimo. Después intervino mucho en nuestras sesiones como presentador e incluso presentándose así mismo. “Oye, Luis, ¿sabes que te llaman Luis Jiménez Martes?” Y lanzó una gran carcajada. Durante once cursos, Luis tuvo la deferencia de que entregase yo el Premio Adonais en la Tertulia.

Y a propósito de premios, el Aula de la Tertulia Literaria Hispanoamericana, con motivo de su milésima sesión, convocó el Premio La Tertulia. Nombré un jurado formado por poetas españoles e hispanoamericanos y me reservé la presidencia, con voz y sin voto. En la convocatoria no se admitían plicas ni seudónimos. Los poetas tenían que acudir a cara descubierta, y para el jurado quedaba prohibido el sistema Goncourt (o cualquier otro similar). Cada votante daría un nombre. Simplemente, el poeta más votado ganaría el premio. Después de las deliberaciones, se procedió a la votación. Pero dos miembros del jurado –los mismos que habían votado al poeta finalista- me propusieron una nueva votación secreta. Me negué, al tiempo que les recordaba que los poetas habían dado la cara y el jurado debía proceder en consecuencia, sin secretismos. Ganó, pues, el poeta más votado (Ángel García López) y decidí no volver a convocar el Premio La Tertulia.


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En 1977, Carlos Fernández Shaw, Embajador de España en Paraguay, nos invitó a visitar Asunción, pues quería fundar allí la Tertulia Literaria Hispanoamericana. Juan Ignacio Tena, entonces Director del Instituto de Cultura Hispánica, se asombró al comprobar que, después de tantos años de colaboración con el Instituto, yo no hubiese visitado aún Hispanoamérica:
(-Me parece que eres el único –me dijo.
-Posiblemente –le contesté sonriendo.)
Juan Ignacio me concedió una subvención para que Marisa y yo visitásemos, además de Asunción, Buenos Aires, Lima y Bogotá, donde presentaría mi libro recién publicado Bécquer. Biografía e imagen. En aquella empresa también colaboró mi imborrable amigo Pepe Rumeu de Armas, que falleció poco después de que Matías Seguí nos dejara.

Mis experiencias fueron muchas. Una de las que más me sorprendieron fue mi contacto con el auténtico y sencillo pueblo porteño. Agoté mis monedas con la efigie del Rey de España. Me la pedían constantemente y algunos hasta la besaban. Buenos Aires estaba en uno de sus peores momentos –física y políticamente- y llevar barba era una provocación. Me pedían la documentación constantemente. Nuestro cicerone en Buenos Aires fue el querido amigo José Carlos Gallardo, al que conozco desde su primer libro. La mañana de nuestra partida al Paraguay –una mañana oscura, fría y lluviosa- Pepe se presentó en el hotel para llevarnos al aeropuerto. Tenía treinta y nueve grados de fiebre. Nos negamos a que nos llevara e intenté pedir un taxi por teléfono. Pero él se obstinó. Nunca lo olvidaré.

El poeta peruano Eduardo Corcuera, viejo amigo mío y antiguo colaborador de la Tertulia, al enterarse de nuestra inminente llegada a Lima, me invitó oficialmente desde su Departamento de Cultura. La invitación era completa (Lima, El Cuzco y Machupicchu). Fue Lima la capital americana que más me emocionó. Desde entonces no he vuelto a decir: “Esto está más lejos que Lima”, porque es precisamente todo lo contrario; sobre todo para un sevillano que nunca “salió” de su ciudad. En Bogotá estuvimos atendidos por Belisario Bentancur que incluso prolongó nuestra estancia dos días más.

Fue una experiencia muy importante para mí la de aquellos treinta y dos días en Hispanoamérica. El poeta paraguayo Carlos Villagra Marsal se hizo cargo de la Tertulia Literaria Hispanoamericana de Asunción, que duró cuatro cursos, los cuales se reflejaron en nuestras tarjetas de invitación. Algunos años después, hubo un intento de fundación en Buenos Aires; pero no creo que exista en la actualidad, si es que llegó a fundarse.

No me explico por qué el Aula de la Tertulia no arraigó fuera de Madrid y del Instituto de Cooperación Iberoamericana, auque hay que reconocer que en Asunción aguantó cuatro cursos, y bajo una dictadura que había detenido a Villagra en varias ocasiones.


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He dicho que la transición significó un respiro para nosotros, pues abandonamos la “libertad vigilada” por esa otra libertad con mayúscula y sin apellidos. Pero al notar el uso desenfrenado que hacían los políticos del término Latinoamérica (la vieja trampa francesa), temí por el segundo apellido de la Tertulia, y así se lo manifesté a José María Álvarez Romero, que durante años, desde la impenetrabilidad de su despacho –debido a su mucho trabajo- había velado por la continuidad de la Tertulia, al tiempo que esquivaba algún que otro peligro de tipo político (en uno de llos, se tildaba de “rojo” a don Miguel de Unamuno). José María me tranquilizó. La Tertulia seguiría llamándose Hispanoamericana. Mi temor era infundado, pues también conservarían sus nombres respectivos “Cuadernos Hispanoamericanos” y “Ediciones Cultura Hispánica”.

Cuando el cambio de Gobierno de 1982, Yánez abrió aquel curso de la Tertulia con palabras tan elogiosas que no soy capaz de reproducir aquí. Volvió algunas veces a nuestras sesiones (como habían hecho los antiguos directores del Instituto de Cultura Hispánica: Gregorio Marañón, Juan Ignacio Tena, Alfonso de Borbón…). Además de Yánez, también estuvo con nosotros, en todos los sentidos, el Director General del nuevo Instituto, Inocencio Arias (el universal “Chencho”) con la inseparable corbata de lazo de donde le sale su desbordante cordialidad.

Pero el nuevo Instituto había ampliado su cometido; ya no era sólo cultural y necesitaba ampliar su espacio. Así fue como desapareció el Aula del tercer piso, cuyas cuatro letras doradas me entregó, visiblemente emocionado, el antiguo conserje mayor Ángel Muñoz.

Fue entonces cuando empezó el peregrinar de la Tertulia por la casa; una época que prefiero no recordar. Hubo un momento muy peligroso. Alguien –no sé quién, ni me importa- quiso suprimir la Tertulia de raíz. Se salvó gracias a la intervención del catedrático José Manuel Pérez Prendes (entonces Secretario General del Instituto), al que se le ocurrió la idea de cerrar el fondo del bar con dos grandes puertas correderas que ocultaban el mostrador, quedando así un espacio suficiente para la celebración de nuestras sesiones. Los ordenanzas, tan afectos siempre a la Tertulia, perfumaban el aire para que se fuese el olor a patatas fritas. Colocaban las sillas de tijeras y dos mesitas que servían de presidencia. Las grandes solemnidades las seguíamos celebrando en el salón de actos. José García Conde, Jefe de Protocolo del Instituto, y al que la Tertulia le debe mucho más de lo que yo imagino, siempre estuvo al quite en los momentos más peligrosos de la época que digo.

Allí, en el bar, a principios de los ochenta se dieron a conocer todos los poetas jóvenes de esa década. Uno de aquellos cursos estuvo ocupado casi en su totalidad por los poetas chilenos desterrados, y algunos de los versos dejaban ver la rabia y la impotencia del exilio. El poeta Manuel Osorio fue quien los aglutinó. De aquel grupo sólo permanece en España Sergio Macías. Osorio era sonriente y simpático; pero, como los demás poetas chilenos, subyacía algo de fiereza araucana. Manolo quería pintar sobre una bandera blanca la cicuta verde de la Tertulia. “Entrará con nosotros en Santiago”, me decía emocionado.

El anecdotario de la Tertulia es inmenso, y no dispongo de sitio y tiempo suficientes para exponerlo. Al lado de lo emocional existe también lo cómico. Allá por los años en que la Tertulia se celebraba en el Aula del tercer piso, y el bar de Instituto abría por la tarde, un desconocido se me acercó y me dijo:
-Usted, sin duda, es poeta.
-Más o menos –le contesté.
-¿Le gustaría leer en la Tertulia?
-No puedo.
-¿Pero le gustaría leer?
-Ya le he dicho que es imposible.
-Pues no se preocupe, que yo soy muy amigo del director de la Tertulia, y se lo conseguiré.
-Muchas gracias; después hablaremos.
En aquel momento el público empezaba a abandonar el bar, para subir al tercer piso. Era costumbre que el lector, el presentador y yo entrásemos los últimos, cuando todos había ocupado su sitio en el Aula. En el ascensor, conté a los dos lo que acababa de sudecerme. La risa nos duraba aún cuando ocupamos nuestro sitio en el estrado. El presentador –conteniendo una risa que nadie entendía- se dirigió a mí: “Con la venia del señor director…” Mi improvisado protector se había sentado en el centro de la segunda fila, y no tenía escape posible. Le miré; comenzó a ponerse rojo y a hundirse en la butaca. Al final, acabé yo sintiendo su vergüenza, y dejé de mirarle. Desapareció con los primeros aplausos y no le volvía ver nunca más. Para un mecenas que tiene uno…

Del Aula del tercer piso salieron cinco despachos; tres de ellos para Actividades Culturales. En el despacho del fondo, tras una cristalera, estaba Luis Rosales, al que todos lamaban maestro, y al que escuché de viva voz –raro privilegio- sus poemas recién escritos. En el despacho de al lado se encontraba Pedro García, que estaba convencidísimo de que el martes era un día mágico, aunque cayera en trece. Le expliqué que no, que la Tertulia, a través de su larga historia, había utilizado todos los días de la semana, incluso sábados y domingos en sus dos primeros cursos. Por aquellos días, por motivos que no recuerdo, tuvimos que celebrar nuestras sesiones durante tres miércoles seguidos, sin que la asistencia del público decayese. Entonces me dio la razón. Con “Petrus”, como le llamábamos todos, solía charlar mucho mientras fumábamos en pipa. En el despacho de entrada, estaban Carmen Rosa Torrents y Paca Aguirre. Francisca Aguirre, espléndida poetisa, sule dedicar más atención a la poesía de los demás que a la suya propia. Generosa y entrañable en vida y obra, siempre tiene una palabra de aliento para los poetas que empiezan y no oculta su admiración a los que estima. Más tarde, se incorporó la eficacísima Carmen Valero. Ella me lleva desde hace años la parte burocrática de la Tertulia. En su ordenador están todos los datos de los poetas que residen en Madrid. Carmen, con una sonrisa, me libera de ese trabajo administrativo que siempre encontré tan engorroso y complicado. Jubilado Luis Rosales, le sustituyó Amparo Gómez-Pallete, que desde un principio demostró gran interés y simpatía por la Tertulia, y pasó luego a trabajar en el programa de preservación del patrimonio cultural de Iberoamérica.

Siempre fueron muy numerosos los funcionarios del Instituto que simpatizaron con la Tertulia desde sus distintos departamentos: Presidencia, Secretaría, Prensa, Administración, Registro, Ordenanzas, etcétera. Son tantos, que citar a dos o tres de ellos significaría un agravio para los demás. Pero a todos los tengo presentes en estos momentos y a todos y cada uno de ellos les doy las gracias desde estas páginas.

En el momento en que escribo estas últimas líneas cumplo setenta y dos años y diez minutos. A su vez, La Tertulia Literaria Hispanoamericana cumplirá el próximo 9 de noviembre cuarenta años y el pico de Cádiz. Si afirmase ahora que la Tertulia no me ha “dejado” nada, mentiría. Me dio lo más preciado para mí: aquella adolescente de ojos asombrados que surgió en medio del primer curso. A ella le tocó la tarea más ardua en este trabajo: poner en orden las tarjetas y los cuarenta cursos y pico. Y si es verdad que el martes lo puse yo, la memoria es de ella.

Madrid, 30 de septiembre de 1992



P.D. Después de escrito el anterior trabajo, Luis Rosales falleció en Madrid, el 24 de octubre de 1992. Si toda muerte es una injusticia –algo que nadie nos ha aclarado todavía-, la del gran poeta granadino, Hijo Predilecto de Andalucía, fue de una doble injusticia atroz, pues estuvo precedida de una gran tormento moral: la privación de la palabra. Luis Rosales tenía razón profética en los dos últimos versos de su breve y gran poema Autobiografía:
“…sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.”

Y le equivocaron la enfermedad. Aquel gran conversador, tranquilo, culto, sosegado, que arrastraba –como una herencia irrenunciable- el ceceo de su Andalucía oriental, se vio privado de la soltura del habla. Pero su palabra nos queda viva en el recuerdo y en esos poemas que no murieron con él, que no morirán nunca.


R. M.

Entrada de Prueba.


En un principio, este segundo blog será para contar documentadamente la historia de la Tertulia Literaria Hispanoamericana desde 1952 a 2012.